jueves, 14 de agosto de 2014

Hospital

La camilla del hospital era fría y húmeda, se pegaba a mi cuerpo, como las sanguijuelas se pegan a la piel.  La habitación, vacía y fría, se encontraba sumergida en la profunda oscuridad de la noche. A mis narices llegaba el olor de la anestesia que penetraba violentamente, llegaba incluso hasta el cerebro. Pero había otro olor, un olor que me aterraba.

Inmediatamente después de recobrar todos mis sentidos, noté que bajo las sábanas, estaba desnudo, el frío corroía todos mis huesos y ya con los ojos adaptados a la oscuridad, me di cuenta que la habitación era bastante más grande de lo que recordaba, y lo que es peor, había más de tres camillas alrededor, posiblemente cinco. Todas ellas al parecer, estaban sosteniendo cuerpos inmóviles, rígidos, como las articulaciones de los viejos, como soldados desfilando… como muertos en sus tumbas.

Me llené de terror, me invadía como una especie de líquido helado que lentamente llenaba todo el cuerpo, los vellos de la espalda se me erizaron y la garganta se apretaba al extremo de dejarme sin habla. Instintivamente quise correr, librarme de aquel cuadro de terror, de aquella prueba siniestra que algún Dios en su aburrimiento, impuso, pero mis brazos estaban atados a la cama, con lazos invisibles, esos que sólo el pánico puede generar. Estaba al borde del desmayo, sentía que las paredes se achicaban, amenazándome, amenazando al idiota que se atrevió a despertar, mi vejiga se vació, y el calor de la orina reconfortó por un segundo mis piernas.

En un momento las luces se encendieron acompañadas de un sonido fuerte y metálico, llenando toda la sala. Por un momento quedé ciego, indefenso, pero cuando los ojos se acostumbraron al nuevo escenario, pude tener una mejor idea de lo que me rodeaba. Las camillas efectivamente estaban ocupadas por cuerpos inertes, nunca supe si alguno seguía con vida, lo que sí sé, es que uno de esos cuerpos estaba completamente muerto.  

La boca abierta, la piel tan blanca como la nieve y las cuencas de sus ojos vacías, sin los globos oculares que antes solían vivir allí.
La sábana blanca no cubría el cuerpo completamente, la compañera inmaculada y sedosa, llegaba desde los pies hasta el estómago del hombre, su pecho estaba totalmente abierto, expuesto, dejando las costillas, pulmones y corazón a la vista de cualquier alma curiosa, cualquier persona con la suficiente hombría como para mirar  en lo más profundo de la vida humana. 

Mis ojos se llenaron de lágrimas, el olor a muerte no solo afectaba mi olfato, estaba ahí, alrededor mío, atacándome, atacando al vivo.
La camilla estaba a medio metro de la mía, nos separaba solo una pequeña bandeja metálica, que estaba incrustada en la camilla del desdichado, llena de elementos quirúrgicos, llena de herramientas de la muerte que solo los médicos conocen.

—Usted debería estar muerto…—, la voz llegó de repente, cansada, hastiada, seguramente terminando una jornada agotadora, haciendo cosas terribles, ni siquiera sentí los pasos de aquel hombre, que ahora se encontraba a mi lado, vestía un traje entero, rugoso y completamente anaranjado, con leves gotas de sangre seca en las mangas, sangre de alguien, que seguramente vivió tiempos mejores. Usaba una mascarilla blanca, sucia, solamente sus ojos estaban al descubierto, ojos verdes, ojos de muerte. 


—Por favor, ayúdeme…—, fue lo único que salió de mi boca, fue una súplica, instinto de supervivencia, algo innato, como un reflejo, de pronto me sentí estúpido, suplicando, pidiendo perdón al mismo verdugo que se acercaba sonriendo y con hacha en mano, sonriendo…disfrutando su trabajo. 

La sentencia que salió de sus labios, me dejó la sangre helada, —lo siento señor—, los ojos de la muerte brillaron, —ya pagaron por sus órganos…—.

El hombre muerte se acercó decidido a completar la tarea y yo, en un acto de reflejo, en un acto divino me estiré todo lo posible tratando de alcanzar la otra camilla, no pensaba en nada, sólo fue instinto, era un animal con la pata ensangrentada, tratando de escapar del cazador. 

Mis manos no alcanzaron la camilla, pero si la bandeja metálica, la cual cedió tras un sonido que más bien parecía un chillido, la gravedad luego hizo lo suyo, caí al suelo duro de aquella sala, con bandeja y utensilios del infierno, al suelo pegajoso y frío como el alma del diablo.

Mis manos encontraron algo que parecía un bisturí, al mismo tiempo que el hombre anaranjado apretaba mi cuello con sus grandes manos, tenía tanta fuerza la bestia, que logró levantarme sin problemas, sus ojos, verdes, brillaban bajo los rayos de luz artificial.


Sin dudarlo dos veces y  con los muertos de testigo, hundí el bisturí completamente en el cuello de aquel hombre, el cual fue como mantequilla para el cuchillo justiciero, los ojos se abrieron como ningún ojo humano puede abrirse, y note a través de la deformidad de la sucia mascarilla, que su boca también estaba abierta, tratando de tragar aire, el sonido era espantoso, el sonido de la muerte. 

Sus manos empezaron a temblar y yo, totalmente decidido, corte hacia la izquierda con toda la fuerza que quedaba en mi brazo.

La sangre roja y caliente salía disparada de la garganta abierta hacia mi rostro, bajaba cálida por mis mejillas y seguía hasta el cuello, el muerto me soltó por fin y caí por segunda vez, solo que en esta oportunidad, había un nuevo muerto en la sala.

Me puse de pie, victorioso, con el corazón latiéndome aún en la cabeza. Lo primero que pensé fue escapar, correr como nunca he corrido, miré alrededor, lo único que veía eran camillas, baldosas, implementos médicos, sangre, vísceras y muerte, el escenario no me era favorable, y el olor…jamás podré olvidar ese olor. 

Luego de una eternidad recobré la cordura, respiré hondo y la inteligencia del ser racional volvía lentamente, como agua tibia bañando mis ojos…no, no era agua.

Me acerqué lentamente, como un moribundo,  a la puerta de salvación, tenía una pequeña ventanilla, manchada y vieja, pero servía para el propósito. Miré afuera por unos segundos y solo vi un largo pasillo, con varias puertas a los lados, un hospital cualquiera... pero no era mi hospital…este lugar era completamente diferente.
Una idea terrorífica cruzó mi mente, sin duda aquel lugar no estaría solo, habrían más hombres anaranjados, hombres de muerte esperando afuera, agazapados en la oscuridad, verdaderos demonios esperando seres humanos para devorar,  esperando… solo un descuido. 

Volví luego hacia atrás, saldría de allí, eso era un hecho, pero no podía en estas condiciones. Me acerque al cadáver anaranjado, ahí estaba, tal cual como lo dejé, inmóvil, con los ojos fijos, en un punto que solamente él supo. La sangre ya no salía de su garganta, la sangre ya no estaba en él, estaba toda en el piso carmesí. 

Me puse las ropas de aquel hombre, afortunadamente tenía una estructura ósea parecida a la mía, de hecho el traje me quedaba perfecto, demasiado perfecto para mi conciencia.
Subí al hombre a la camilla donde yo me encontraba y ahora el colchón de sanguijuelas se alimentaría de él, reí en silencio, con mi dulce venganza. 

Salí de aquella sala, no sin antes guardar algunos bisturíes y todo elemento que parecía destinado para matar, en mis bolsillos, tenía que asegurarme, quizá necesitaría de ellos…deseaba con todo el corazón no tener que volver a matar, pero si me encontraba en otra ocasión parecida, mataría…claro que mataría hasta lo disfrutaría.

Cuando matas a una persona, pasas una línea prohibida, escalas un peldaño invisible que solo los asesinos han escalado, la sensación de superioridad, el instinto animal dormido, despierta en uno y lo hace ver de otra forma, una nueva perspectiva, roja y caliente…de pronto la vida ya no es tan sagrada, ni Dios tan real, ni la justicia tan justa ni la inteligencia tan racional, eres tú, contra el mundo, matas o mueres, gritas o te ahogas…claro que lo disfrutaría… esta vez…nada me daría más placer que asesinar, lentamente, a todos estos hijos de puta.

Salí, lentamente de aquella sala…acercándome cada vez más al final del pasillo, el cual se hacía eterno. Imágenes fugaces pasaban por mi mente, la muerte de mi hijo, el matrimonio fracasado, las pastillas, el alcohol. Era un muerto, deambulando por la ciudad de los vivos, una sombra sobre flores que solo quieren disfrutar del sol, ¿y si no merecía mis órganos?...la idea me aplastaba el cerebro un y otra vez, mientras me acercaba al final.
Los órganos son para los vivos…y yo estaba muerto desde hace tanto tiempo…desde la muerte de mi hijo…no, estaba agonizando antes, su muerte fue el disparo.

Sin darme cuenta llegué al final del pasillo, intenté abrir la puerta, pero estaba cerrada, la salida estaba bloqueada, en un acto reflejo, mire a la izquierda y luego a la derecha, para mi sorpresa había un ascensor, solitario y callado, como la costa para un hombre que se está ahogando, como el primer sorbo de vino luego de cruzar el desierto, ahí estaba el ascensor…mirándome fijamente e invitándome a subir.

Abrí la puerta lentamente, como si de un acto solemne se tratara, puse un pie dentro de él y empezó a tambalearse, era un ascensor antiguo sin duda. Cerré la puerta y en el panel había solo un botón, rojo, redondo y gastado. ¿Cuántos dedos asesinos lo habían pulsado?, ¿dónde conduciría?, tal vez al mismo infierno, tal vez al cielo, quizás, al purgatorio, ¿por qué no?...el vello de mi espalda se erizó, y gotas congeladas corrían por mis sienes, apreté el botón y el ascensor comenzó a bajar, acompañado de un chillido metálico e infernal.

Luego de eones, el ascensor llegó a destino, la puerta gastada y oxidada se abrió sin ninguna compasión. Un largo pasillo se extendía frente a mis ojos, alrededor de 15 personas se encontraban en el amplio sendero, sumidos en sus propios quehaceres, ignorando por completo mi presencia, algunos escribían en pequeñas libretas, otro trazaba una curva descendente en una pizarra blanca, otros conversaban entre si. Mi cuerpo estaba paralizado, mi cerebro estaba fundido, incapaz de procesar todo lo que había ocurrido hace treinta minutos, arriba, la muerte, el asesinato, la supervivencia, aquí, la civilización, la risa, la camaradería, eran simples personas, trabajando como cualquier ciudadano… sonríen.

Por un momento empecé a dudar de mi propia cordura, «¿me habré vuelto loco?, estoy en un hospital psiquiátrico, porque perdí la cordura, asesiné a un hombre, porque en mi mente insana creí ser víctima de algún crimen, algo espantoso como el tráfico de órganos». Sentí la necesidad hasta de pedir perdón, «perdón a todas estas personas, perdón por dudar de la loable labor que realizan, perd...». Los pensamientos se congelaron, allá a lo lejos, un hombre vestido de negro, con un fusil en sus manos se acercaba directamente a mi, el cazador, miraba a su presa, con paso lento pero seguro, un tiburón avanzando elegantemente entre el mar de gente, y yo, la presa ensangrentada, hasta sentía el olor a sangre. 

El miedo corría como electricidad desde mis talones hasta la nuca, el miedo era un tren eléctrico, y mis huesos sus rieles. El cazador llegó frente a mi, y sonrió, —Usted debe ser el nuevo, doctor...— miro la identificación que tenía mi traje, —Leyton, doctor Leyton... El comandante lo está esperando—, mi cuerpo tembló con un escalofrío de ultratumba, mi rostro debe haberse deformado, pero el cazador no era experto en lenguaje no verbal, me sonrió como un buen hombre, de esos que te encuentras en la iglesia, asintiendo a todo lo que dice el pastor, —No se preocupe doctor, yo lo guiaré al despacho, sígame—.

Lo seguí por el amplio pasillo, obediente como un niño, el guardia no hablaba y eso no molestaba, me daba tiempo para pensar… pensar. Varios a mi alrededor daban vuelta al pasar cerca, tenía un miedo terrible de que descubrieran la farsa, de que alguien conociera al doctor Leyton, el de los ojos muertos, que alguien desde la oscuridad señalara mi rostro con su dedo esquelético e inquisidor, «¡acá…, acá está, miren todos, el asesino anda suelto, reviéntenle los sesos, el asesino está aquí¡». Nadie descubrió, todos estaban ciegos, sumergidos en sus propios pensamientos, por lo menos hasta ese momento.

Llegamos frente a una puerta de metal, rojo sangre, parecía sacada de algún búnker de guerra, mi pulso estaba acelerado, las sienes me dolían terriblemente y las manos transpiraban como condenadas, el guardia tenía en sus manos una radio, —comandante, le habla el capitán, cambio.—, no había respuesta y en el fondo de mi corazón me alegraba que así fuese, el cazador me miraba y sonreía, —comandante, le habla el capitán, cambio—, el silencio era de muerte, el cazador se empezaba a impacientar y continuaba mirándome, me estaba examinando, analizando, ¿sabrá que el verdadero doctor Leyton está arriba, en las tinieblas, reposando sobre un piso húmedo y carmesí?, «lo sabe, le han avisado por algún medio que desconozco, es una trampa, tras la puerta no hay nadie, sólo rifles automáticos, apuntando, listos para disparar… sólo balas ansiosas por salir… ansiosas por hundirse en la blanda y cálida carne, estoy perdido…», —Habla el comandante, ¿qué necesita capitán?, cambio—, la voz me golpeó como el acero, era dura, —tengo conmigo al doctor Leyton, el nuevo, cambio—, silencio…, —hágalo pasar, cambio y fuera.—.

Sonó algún mecanismo de seguridad y la puerta se abrió, entres chillidos metálicos, —lo estaba esperando, vaya—, el guardia sonrió nuevamente y alcancé a ver sus dientes de tiburón, jamás una sonrisa me inspiró tanta desconfianza como aquella, luego, con la mente en blanco y el corazón en la garganta, entré, la puerta se cerró tras de mi, y el mecanismo de seguridad sonó nuevamente, estaba atrapado.


Me encontraba en una pequeña habitación, alfombrada y elegante, llena de diplomas e iluminada por una lampara colgante, sobria, el escritorio de caoba sobresalía en la escena, no había ventanas y en una de las paredes, a la derecha del escritorio, había una puerta de metal, era…un ascensor. 

—Acérquese Leyton, tome asiento—, la mano del comandante señalaba una silla frente a él, sin nada que perder me acerqué lentamente. —No he revisado sus datos, tenía el deseo de poder verlos con usted, aunque no tengo dudas, he recibido buenos comentarios sobre su incorporación en esta empresa—, mientras hablaba, el comandante buscaba algo en el cajón de su escritorio, quizás un arma, ¿por que no?, —Me han dicho que usted es un hombre muy discreto, y eso, amigo mío, es una cualidad que aprecio mucho—, sonreía mientras dejaba caer una carpeta en la mesa, —veo que es un hombre de pocas palabras… Vamos, sáquese esa mascarilla, ¿le ofrezco algo para beber?—.

El comandante se puso de pie y se acercó a un pequeño mini bar que tenía a su izquierda, me puse de piedra… «La mascarilla», había olvidado que la tenía puesta, no podía mover los brazos, el miedo me paralizó, recorría todo mi cuerpo, como una masa congelada, podrida y húmeda. —Qué está esperando Leyton…la máscara—, respiraba con dificultad, y mi frente estaba perlada de sudor, recobré a tiempo la movilidad de mis brazos y torpemente comencé a sacar la mascarilla, el comandante miraba, con ojos triunfales.


Se sirvió un martini y sacó un cigarrillo, —espero no le moleste, lo prendió lentamente, con una calma infinita, comenzó a hojear los documentos que tenía en el escritorio, mientras yo solamente, podía oír los latidos de mi corazón, eran condenadamente fuertes, parecía imposible que el comandante no los escuchara. —Viene de una prestigiosa universidad—, el comandante miraba mi rostro descubierto, escudriñaba con sus ojos de buitre, como si en mi rostro se encontrara la verdad universal, al no obtener ninguna respuesta, sonrió y continuó en su lectura. 

Daba vueltas y vueltas a las páginas, y a veces volvía a leer las anteriores, «un buitre meticuloso» pensé. Luego el comandante quedó en blanco, su rostro lleno de seguridad se transformó lentamente en angustia y consternación, el corazón me estallaba en los oídos, miré la hoja que había transformado la seguridad de un hombre, a la desesperanza de un condenado, y en ella se encontraba la fotografía de un hombre, el rostro en primer plano de un muerto, al pie de la foto se alcanzaba a leer: “Dr. Adrian J. Leyton”.

Los ojos de buitre, se alzaron con lentitud y se posaron en mis ojos, luego se desviaron al 
comunicador portátil que estaba al alcance de su mando derecha, y comprendí que era el momento de actuar, me levante rápido como una pantera y el comandante lanzó un grito desgarrador, no alcanzó hacer nada más, me encontraba atrás de él y con un bisturí apoyado en su garganta. —¿Quién es usteeed?—, al principio no reconocí esa voz, llena de terror tan distinta a la voz del comandante, —¡Cállate mierda!, ¿Dónde está la salida?—, la sangre del cuello empapaba mis dedos, afloje un poco la presión, mis nervios estaban al límite, —por favor... no me haga daño—, el comandante lloraba, como un niño. —¡La salida!— volví a gritar, el martini cayó al suelo y el vaso estalló silenciosamente, el comandante señalo el ascensor que estaba a nuestra izquierda.

El buitre tecleó el código de seguridad y la puerta metálica del ascensor se abrió, ingresamos rápidamente. El interior era totalmente diferente al otro en el que había estado, estaba forrado de terciopelo azul y con un tablero lleno de botones amarillos, con elegantes números.
—¡Llévame a la salida... No voy a dudar en degollarte mierda, si te equivocas de botón!—, hundí el bisturí en la carne, sólo para que supiera que hablaba en serio, con un grito de dolor el comandante pulsó un botón, la sangre cálida bañaba mi mano derecha y el ascensor comenzó subir.

—¿Qué es este lugar?—, me costaba mucho respirar, el corazón ya no estaba en el pecho, sino en la garganta, —No puedo hablar... Por favor, cálmese—, «calma... ¿Como la calma cuando se lee un libro bajo un árbol?... ¿Como la calma de los muertos en la morgue?... No sé a que calma se refería aquel hombre, sólo sé que sus palabras tenían el sabor de las cenizas, el sabor de la podredumbre, la mentira y la calamidad... Todos los males del mundo salían en aquella frase... Calma...», —¿No se da cuenta?, ¡jamás podrá salir de este lugar!—.

El ascensor se detuvo y las puertas se abrieron, las palabras del comandante perdían fuerzas, no las escuchaba con claridad, se desvanecían, pero la esperanza estaba allí. A veinte metros había una puerta de vidrio, y afuera, la luz del Sol, árboles, la salida.

Salimos del ascensor y escuché el grito de una mujer, llevaba una bandeja de metal que se estrelló en el suelo, —!Alto ahí¡—, la voz de un guardia me sorprendió, no lo había visto y ahora apuntaba con su fusil, —tranquilos...— decía el buitre, —no pasa nada, no se preocupen... Tranquilos—, seguimos avanzando con las miradas a nuestras espaldas, llegamos a la puerta principal y se abrió, el aire primaveral me golpeó suavemente en la cara y me sentí libre, avanzaba sin apuro, dudando en todo momento. La esperanza comenzó a desvanecerse, como los sueños cuando te despiertas lentamente.


Habían árboles, un cielo hermoso y pájaros pintados en él, pero había una enorme reja de seguridad que se erguía frente a mi, y mas allá, el mar... azul, y el mar lo llenaba todo, donde mirara, allí estaba, condenándome, —estamos en una isla— balbuceó el comandante, lo solté y se alejó corriendo, mientras yo avanzaba sin esperanzas hacia la reja, —¡Disparen!— se escuchó a lo lejos, y dispararon, tres veces, pero no sentí ningún impacto. Seguí avanzando, «mi pecho esta húmedo», lo toqué, miré mi mano y estaba empapada en sangre, pero seguía, mientras el sueño de empezar de nuevo, de hacer las cosas correctamente esta vez, se desvanecía. «Mi oreja está caliente», la toqué y me di cuenta que ya no estaba, solo una masa pegajosa y sangrienta, me sentía tan débil, caí de rodillas con una mano en la reja y la otra en el suelo, se sentía bien, la textura de la tierra, podía olerla... Luego la oscuridad me invadió. 

martes, 8 de julio de 2014

Fobos





Fobos, era en la mitología griega el hijo de Ares, Dios de la guerra, y Afrodita, Diosa del amor, era a su vez, la personificación del miedo y el terror.

Tomás era un chico normal, a sus diez años le gustaba jugar fútbol, odiaba las matemáticas y ya empezaba a tener sus primeros deseos sexuales, sobre todo en las noches, cuando pensaba en la guapa profesora de Inglés, de cabello color fuego y piernas de porcelana. 

Tomás era un chico normal, pero escondía un secreto, en lo más profundo de su mente, resguardado con las sucias y frías cadenas de la vergüenza, el pequeño sentía un miedo descontrolado hacia las ratas.

Cuando su padre dio la noticia del cadáver encontrado en la cocina, ese pequeño y sucio cadáver de roedor, Tomás inmediatamente propuso la idea de tener un gato, nobles criaturas justicieras, depredadores por naturaleza de esas viles criaturas. 

Al principio la familia se resistió a la idea, pero con el correr de los días, aceptaron las sugerencias de Tomás, ya que las trampas devolvían una y otra ves, pequeña ratas, muertas, frías y rígidas, con ojos en blanco, trituradas las mandíbulas o cabezas, bajo esos fríos y afilados dientes de metal.

El único consuelo de Tomás, era el pequeño tamaño de esas bestias, su padre lograba siempre tranquilizarlo con aquel discurso. —¡mira Tomás, ven a ver! ...son tan pequeños, tan indefensos, estas trampas son de lo mejor, ¡ven!, acércate...ya es hora que crezcas hijo...—, pero la única vez que logró acercarse, sólo vio una cola, larga y sucia que salía desde la trampa, no lo pudo evitar, vómito todo el almuerzo, con lágrimas en sus ojos. 

La jornada en el colegio empezó con el pie derecho, la primera clase la dio el profesor Ramírez, el pingüino como le decían a sus espaldas, por su peculiar forma de caminar. Ramírez como siempre, se desvió desde la historia de los primeros colonizadores, a un mito popular en la ciudad, sobre un puente que aterrorizó a los primeros habitantes de la zona. 

Las clases terminaron antes de lo previsto, la maestra de matemáticas no asistió aquel día alegando un resfriado mal cuidado, por supuesto era mentira, pero Tomás nunca volvió a verla. 

Al llegar a su hogar, el silencio se apoderó del espacio, las luces estaban apagadas y solamente se escuchaba el ladrido de los perros, afortunados perros, alegres, corriendo afuera, en las calles llenas de vida, a salvo de la soledad y el silencio de cementerio en el que se encontraba el muchacho. 

Entró a la cocina a beber un poco de jugo, odiaba el agua tanto como a las ratas, el líquido bajó por su garganta y se depositó en su estómago vacío. Sobre la mesa, había una nota, escrita con delicada caligrafía de mujer, decía lo siguiente: "corazón, fuimos con tu papá a comer y luego me llevará a bailar, diez años de matrimonio no se cumplen todos los días, llegaremos tarde, la cena está en el refrigerador, no dejes nada y acuéstate temprano, te amo."

La nota estaba firmada por la palabra más sagrada para un niño, "Mamá", Tomás se alegró por sus padres, eran los mejores, pero algo no andaba bien, se sentía vigilado, como si él fuera una presa y algún cazador, sigiloso, estuviese agazapado en las sombras. 

Tomó un poco más de jugo, sólo un poco más y saldría de allí, la cocina no era un buen lugar para estar en ese momento, sentía miedo, miedo por algo que había olvidado y debía recordar, no estaba bien, pero parte de él quería seguir en la ignorancia, «un poco más de jugo, sólo un poco», luego lo vio y se paralizó, el líquido amarillo corría por la comisura de su boca, sentía la espalda mojada, en la frente se asomaban pequeñas gotas de sudor frío. 

Abajo en un rincón, a medio metro de aquel muchacho, estaba la trampa metálica, la trampa mortal, brillante y asesina, Tomás no podía sacarle los ojos de encima y la trampa a su vez le devolvía la mirada, una mirada sucia.

Se despertó alrededor de las tres de la mañana, bajo una densa oscuridad. La única luz provenía de una pequeña lámpara apostada en su velador, lanzando familiares destellos rojizos. Necesitaba vaciar su vejiga, «un poco más de jugo, sólo un poco», pero la verdad era que no quería bajar de la cama, la sensación de estar siendo vigilado aún persistía, el olor a peligro se percibía en el aire, —cobarde de mierda— murmuró, se sentía tan indefenso contra ese sentimiento, tan desvalido, como mosca atrapada en la telaraña que tejía el miedo, con suaves sedas de locura. 

La vejiga comenzó a torturarlo, pequeñas gotas de orina alcanzaban su pijama, el dolor, como un puño de acero en su vientre, empezaba a aplastarlo, —no pasa nada...no pasa nada—, se deslizó por la cama lentamente hasta apoyar los pies descalzos en el suelo, con las piernas acalambradas, avanzó en dirección al baño, cuidando cada paso. —no pasa nada...no pasa nada...—, lo repetía, como un mantra sagrado, una y otra vez.

Avanzaba lentamente por el pasillo, con su palma derecha rozando la pared, como para mantener el equilibrio, el suelo helado se pegaba a la planta de sus pies, sentía frío, tenía la piel de gallina...gallina asustada. Sus pasos se detuvieron en seco, un cortocircuito se produjo en su cerebro, un alto al desfile, un cese al fuego. Había llegado a la cocina, la puerta estaba entreabierta y sus ojos cobraron vida propia, no quería, Dios sabe que no quería, pero miró, claro que si, y ahí estaba, iluminada por un suave y sensual destello lunar, la trampa de metal sonriéndole nuevamente, maliciosa.

Luego de dar los seis pasos más rápidos de su vida, llegó al baño, el espejo reflejaba un Tomás completamente diferente, ojeroso, maltratado. Luego de vaciar su vejiga, el alivio recorrió cada centímetro de su cuerpo, alivio cálido, lo saboreó. Lo esperaba la seguridad de su cama, pronto caería en los brazos del sueño, entraría en el mundo onírico y al despertar, estarían sus padres, todo volvería a la normalidad, y jamás recordaría esta noche. Pero no fue así, claro que la recordaría, esta noche se grabaría en el fondo de las raíces de su memoria, Tomás aún no conocía el verdadero terror... terror que le aguardaba cinco pasos más allá.

Al quinto paso escuchó el sonido, penetró en el aire como un disparo, una ráfaga, un martillazo en el alma del muchacho, que temblaba de pies a cabeza, con lágrimas en los ojos. Las paredes se empezaron a encoger y Tomás perdía lentamente la visión, el grito desesperado no salía de su garganta porque era demasiado, ninguna cuerda vocal estaba preparada para reproducir aquel sonido, su cuerpo no pudo soportar tanto terror, luego de haber escuchado como la trampa se  accionaba, Tomás perdió el conocimiento y cayó a cinco metros, de la rata más grande que vería en su vida.

La rata se debatía entre la vida y la muerte, los dientes de metal le destrozaron la parte izquierda del hocico y la mejilla, y quedó ciega de un ojo que lloraba sangre y pus, pero el animal era fuerte, y sobre todo, grande. Con gran esfuerzo se arrastraba hacia el niño que parecía muerto, sabía diferenciar el miedo en las otras criaturas, pero nunca había percibido el miedo en el ser humano, bueno... este ser humano era bastante pequeño, y no tenía ninguna de las armas que acostumbraban a emplear, pero estaba en el suelo, inmóvil, tan indefenso como la rata... pero la rata estaba viva, y quería venganza, claro que si.

Se acercó arrastrando la trampa con ella, oliendo su propia sangre que quedaba en el piso, como una huella carmesí, Cada paso le destrozaba aún más parte del hocico, pero eso no le frenaba su sed de venganza, se acercaba lentamente pero segura, con el único ojo que lograba ver, arrastrando su propia cruz de metal, avanzaba directamente a la mejilla del niño, que bien se sentiría, si sus garras se enterrasen en la blanda y rosada carne de aquel humano.

No fue la carne desgarrada de su rostro lo que despertó sus sentidos, sino su propia sangre que corría por sus labios. Tomás abrió los ojos y se encontró cara a cara, literalmente, con la rata, de un solo ojo, rojo como el fuego. Ahora si pudo gritar, fuerte..., desde el fondo de su estómago, tan fuerte que el grito desgarró su garganta, y obligó a la rata a desprender las garras de su mejilla, se incorporó tan rápido como pudo y corrió hacia su habitación como si la muerte lo persiguiera.

El grito fue ensordecedor y la pillo desprevenida, aún retumbaba en su pequeña cabeza el espantoso sonido del muchacho, estuvo a punto de perder el conocimiento, pero eso no sucedió, la trampa no pudo con ella, menos lo haría el grito de una criatura tan asustada como esa. Jamás había visto tanto miedo en los ojos de un animal, aquello le daba fuerzas, la alimentaba, podía contra él, estaba tan débil, pero podía vencerlo. Tomó una larga bocanada de aire, y arrastró nuevamente su cruz en dirección al aterrado pequeño.

La habitación se encogía lentamente desfigurando la realidad, mordía inconscientemente sus delgados y suaves dedos, no podía pensar en otra cosa que el miedo, se le aferraba a sus huesos, con garras de acero, el miedo era un pozo profundo y helado, con aguas estancadas, mal oliente. El terror líquido, corría por sus piernas, «un poco más de jugo, sólo un poco», se sentía mareado, no podía respirar con facilidad, su traquea estaba bloqueada, sus dedos ya estaban sangrando y el zumbido en sus oídos era de pesadilla. 

Necesitaba escapar, la habitación lo mataría si no escapaba, llegaría el momento en que las paredes se encogerían tanto que triturarían sus huesos, preso de la distorsión, que sólo puede provocar el terror, se acercó a la ventana, la única salida, trepó con dificultad y la abrió, el aire de la noche le golpeo en la cara y el hielo le desgarraba los pulmones, «¡mira Tomás, ven a ver! ...son tan pequeños, tan indefensos», intentó pedir ayuda pero no podía emitir ningún sonido, el miedo no se lo permitía, lloró desconsoladamente,
«estas trampas son de lo mejor, ¡ven!, acércate...ya es hora que crezcas hijo», las garras de la rata empezaron a arañar la puerta de Tomás, «llegaremos tarde, la cena está en el refrigerador». La cola húmeda y lasciva de la rata se asomó debajo de la puerta y el temple del muchacho se quebró como el cristal, perdió el conocimiento por segunda vez, y cayó, a la negrura de la noche.

La rata se estaba ahogando con su propia sangre, no tenía fuerzas para seguir arañando la puerta, su cuerpo entero estaba convulsionando violentamente, le faltaba oxígeno, se esforzó en respirar por última vez, sólo era instinto, escuchó como se quebraba el cuello del muchacho en el pavimento, pero nunca supo a que correspondía ese ruido y murió, olvidada, como todas las ratas.

miércoles, 2 de julio de 2014

El Puente

Cuando el pueblo se fundó en 1933, luego de masacrar a los indígenas de la zona, el puente quinta, que unía las dos poblaciones principales, se convirtió rápidamente en cuna de leyendas y mal augurio.

Todo empezó en el tercer día de inauguración, donde se celebraba el éxito de la construcción. Los habitantes, en su mayoría inmigrantes, festejaban con cerveza y música. Había una especie de catarsis colectiva, producto de los tres años, duros años, en que tomó construir el anhelado pueblo, la algarabía llevaba ya tres días, bajo un intenso sol y cálidas noches.

Hubiese durado aún más, pero en la tarde, del tercer día, se encontraron los restos de un niño, once años, específicamente, encontraron el tórax, el cual se encontraba de espaldas, verticalmente sobre la madera del puente y a punto de caer desde el borde al río.

Lo que más impactó a la población, aparte de la brutal muerte, y la falta de extremidades, fue el rostro del niño, la boca abierta, ojos en blanco. Si el terror tuviese rostro humano, sin duda sería el de aquel pequeño.

Pronto se iniciaron expediciones, para encontrar al culpable de aquella macabra escena, al principio se culparon a los indígenas, a muchos de los sobrevivientes, que servían de esclavos, se les obligaba a confesar el crimen, después de una larga jornada de torturas, la verdad que querían los inquisidores salía a la luz.

A muchos se les condenó a la hoguera, la cual se celebraba en la plaza pública y daba cierto alivio a la población, que creía, en cada ejecución, que la persona desfigurada y derretida por el fuego era el verdadero culpable y que la pesadilla acabaría. Pero el alivio terminaba cuando nuevamente se encontraban restos humanos en el puente, a veces identificables, a veces no tanto y muy pocas veces no se sabía si los restos correspondían a personas o animales.

Luego de varios meses, de búsquedas, torturas, acusaciones y arrepentimientos, la población tuvo la certeza de que no se trataba del crimen de algún lunático, algún enfermo carente de empatía por el prójimo. Cada miembro, cada ojo, brazo o tórax encontrado en el puente, iba lentamente deshumanizando al enigmático asesino. Las viejas del pueblo se lo atribuían al Diablo, los conservadores, al castigo de Dios.

Varias expediciones salieron durante el día a investigar bajo el puente Quinta, desafiando el río, acariciando las imperfecciones del terreno, poco a poco se formó en torno al puente una especie de fuerza invisible, que infundía temor en la población, los niños ya no podían transitar solos, y de noche, solo los valientes se atrevían a pasar por él. Algo se alimentaba allí, bajo el sonido hipnótico del río, soportando el frío de las noches, algo comía allí, y se alimentaba de gente.

Para la primavera de 1937, formalmente se documentaron los restos de 125 personas, todas muertas en el puente, ninguna en la orilla del río, ninguna cerca de allí.

La solución fue simple, el pueblo se estableció en otro lugar ¿Qué fue de la criatura?, hombre animal u otra cosa, nadie lo sabe, quizás murió de hambre, quizás se largó, al igual que toda la población, buscando otros puentes en los que alimentarse, quizás sigue allí y tal vez solo tal vez, aun espera los solitarios pasos de algún perdido desdichado.

martes, 1 de julio de 2014

Alicia

Estas son las últimas líneas que escribo, y van dirigidas a ustedes.

Como expresar con palabras lo que he vivido esta última semana, trataré de ser lo más explícito y sincero, para que puedan entender de alguna manera, mi forma de ver lo que ocurrió.

Siempre fui un hombre retraído, solitario y complaciente con los demás, albergaba dentro de mí una especie de odio y resentimiento, que con el tiempo fue creciendo hasta volverse incontrolable, el motivo no lo sé, quizá tenga que ver con mi personalidad, con mi educación, con mi destino.  Lo cierto es que de los siete pecados capitales el mío era la ira, pero jamás nadie se dio cuenta, nadie, hasta el fatídico día donde la bestia por fin dominó.

Mi trabajo era vestirme de “el viejo oso”, un traje corpóreo, pesado, enorme y sofocante, el cual todos los días, sagradamente, tenía que vestir. Invitar a todos los transeúntes a pasar a la tienda de golosinas, era mi misión. Habían días buenos, donde el sol no me torturaba tanto, pero la mayoría eran desagradables y duros, expuesto a las burlas de los niños, explotado por mi jefe y el sufrimiento habitual de una vida solitaria.

El único momento de alegría y descanso, era compartir con Plutón, mi viejo amigo, un gato negro que se paseaba por los alrededores. En el momento de descanso, comía las sobras de mi almuerzo, mientras se frotaba con cariño en mis piernas o en mis manos. La única criatura en el mundo, que disfrutaba mi cariño.

 Todo cambió el día en que Alicia llegó a la tienda, una muchacha un tanto rellenita, pero de cara amable, amena en la conversación, era la única en la tienda que se animaba a saludarme y regalarme una sonrisa, todas las mañanas, de todos los días, su sonrisa era mía.

Largas noches pensaba en ella, al principio pocas horas, pero en corto tiempo se volvió una obsesión para mí, la necesitaba, si no iba al trabajo, las horas se hacían interminables, ni siquiera Plutón podía reconfortarme en mis descansos, estaba perdiendo la cabeza, jamás me había sentido así, sin duda Alicia estaba destinada para mí, o eso era lo que pensaba.

Con el tiempo, la muchacha demostró ser una trabajadora ejemplar. Poco a poco se ganó la confianza del jefe, y este, cada vez le entregaba mayor responsabilidad en la tienda. A pesar de esto, Alicia nunca cambió su trato conmigo, y su sonrisa llenaba mis días una y otra vez.

Nunca fui un hombre valiente amigos míos, pero aquel fatídico día una extraña sensación de seguridad invadía mi cuerpo, y, aprovechando la ausencia del jefe, me atreví a preguntarle a Alicia si realmente me amaba, o era solamente mi imaginación. Esperé la hora de la colación como nunca, y ya sin traje, me paré frente a mi bella dama.

El rostro de la mujer fue suficiente para saber que me había equivocado, el rechazo una vez más escribía un nuevo capítulo en mi vida, no sé cómo explicar lo que sucedió en aquel momento amigos, pero la ira acumulada todos estos malditos años, explotó en aquel lugar, la bestia que cada hombre posee, se apoderó de mí.  

Alicia cayó inconsciente tras el fuerte golpe en la cabeza y lo primero que hice fue cerrar la tienda, luego traté de poner atención a lo que la bestia trataba de decir. Ella fue la culpable, si no me amaba, no tendría por qué haber sonreído cada vez que saludaba, ilusionando inútilmente mi frágil corazón.

Con la cabeza ya despejada, decidí que se quedaría conmigo para siempre. Lo más difícil fue cortar los huesos, ya que el hacha no estaba bien afilada, pero cuando uno agarra la técnica, las cosas se vuelven más fáciles. El cuerpo de Alicia, aún cercenado, era muy grande para llevarlo a todos lados, así que decidí esconder las partes en el sótano, para luego con la mente más despejada, ponerlos en un lugar más seguro.

Solamente la cabeza me acompañaría, así no me sentiría tan solo, bastaba ponerla dentro del traje, y Alicia me acompañaría el resto de mis turnos, el resto de mis días, con su sonrisa eterna.

Al día siguiente, pasó lo que esperaba, la policía llegó a la tienda buscando información de la joven desaparecida. Eran tres uniformados, dos esperaron afuera y el otro entró a la tienda, seguramente para interrogar al jefe. Lo que pasó luego amigos míos, me dejó helada la sangre, mi fiel amigo Plutón, me atacaba las piernas con sus garras, como queriendo escarbar en mi alma, yo lo pateaba suavemente al principio, para alejarlo, pero luego el miedo se apoderó de mí, y ya no era tan suave con el viejo gato.

Uno de los policías se percató del asunto y se acercó, sus pasos eran lentos y yo sentía que era la misma muerte acercándose, mi respiración se hacía más rápida y transpiraba demasiado, las manos me temblaban, y entonces lo entendí. El olor que antes no percibía y que ahora era fétido, estimulaba los sentidos del gato, desgraciadamente, el policía tenía buen olfato, y al llegar frente a mí, ordenó quitarme el traje.

domingo, 29 de junio de 2014

Negro

"Te quiero mientras los esclavos se pudren, te quiero mientras ellos pagan por existir"

Gatillazo
Soy un negro, al igual que mi padre, y su padre antes que él. Soy un negro y trabajo la tierra, la riego con lágrimas, bajo el ardiente sol, bajo gélidas noches.

De vez en cuando la mano blanca aprieta, como se aprietan los ojos en un mal sueño. Le cedo a mi mujer, le cedo a mis hijas, le cedo mi espalda para descargar frustraciones, sus frustraciones... frustraciones blancas.

Soy un negro, su negro.

Hoy en la mañana desperté, empapado de sangre y con el olor de la muerte en mis narices, rígida como la madera y con un orificio en la cabeza, estaba María, mi mujer, la mujer que besaba mis cansadas manos, que limpiaba mis lágrimas, la protagonista de mis alegrías, la que me recibía con una sonrisa y un buen plato, la madre de mis hijos, la compañera.

Yacía sin vida, podrida en la muerte, con los ojos vacíos y su mirada fija en el horizonte muerto. Seguramente se resistió una vez más a las intenciones del patrón, «¿quien era ella para oponerse a los deseos de un blanco?», los ojos de mi hija, al ver la macabra escena, me respondieron, esa mujer era todo para mi, para nosotros. Me vestí lentamente... cogí un cuchillo.

Mi cabeza era un infierno, y mis pasos, los más lentos que dí en vida, entré decidido a la casona, subí escaleras de madera, mi mano dolía y palpitaba, estaba asfixiando el mango del cuchillo, aflojé un poco y respiré, todos los vellos de mi cuerpo estaban erizados, mi espalda mojada de sudor, mojada de terror, un terror helado, estaba frente a la puerta blanca y entré silenciosamente.

Cogí al bebe blanco de su cuna, cuidando todo detalle para no despertarlo, era pequeño, dos años, demasiado pequeño para alzar un látigo, pero lo alzaría, claro que sí.
Con el muchacho en una mano y el cuchillo en la otra, avancé al dormitorio del patrón, ahí estaba, con su esposa, blanca como la nieve y rubia como el sol, hermosa como una diosa, y aún así, solo carne blanca, vacía al lado de María.

Se despertaron con el terror en sus rostros, el patrón no hablaba, el miedo lo paralizaba, lo veía en sus ojos, por primera vez fuimos iguales, el chiquillo despertó pero no lloraba, sólo miraba mi rostro con esos extraños ojos de blancos, extraños colores, colores falsos.

—¡Ten piedad por favor!— gritaba la mujer, horrorizada al ver que acercaba el cuchillo a la garganta del pequeño, —¡no te atrevas a tocarlo!, ¿qué clase de corazón tienen los negros?—, mis ojos se posaron en los de ella, el tiempo se detuvo, se escuchaba afuera el ladridos de los perros, —un corazón negro—respondí, el patrón gritó con todas sus fuerzas, pero no salía ningún sonido de su boca, mientras, la cálida sangre se disparaba a borbotones y bañaba mi rostro, cálida como la venganza.