jueves, 14 de agosto de 2014

Hospital

La camilla del hospital era fría y húmeda, se pegaba a mi cuerpo, como las sanguijuelas se pegan a la piel.  La habitación, vacía y fría, se encontraba sumergida en la profunda oscuridad de la noche. A mis narices llegaba el olor de la anestesia que penetraba violentamente, llegaba incluso hasta el cerebro. Pero había otro olor, un olor que me aterraba.

Inmediatamente después de recobrar todos mis sentidos, noté que bajo las sábanas, estaba desnudo, el frío corroía todos mis huesos y ya con los ojos adaptados a la oscuridad, me di cuenta que la habitación era bastante más grande de lo que recordaba, y lo que es peor, había más de tres camillas alrededor, posiblemente cinco. Todas ellas al parecer, estaban sosteniendo cuerpos inmóviles, rígidos, como las articulaciones de los viejos, como soldados desfilando… como muertos en sus tumbas.

Me llené de terror, me invadía como una especie de líquido helado que lentamente llenaba todo el cuerpo, los vellos de la espalda se me erizaron y la garganta se apretaba al extremo de dejarme sin habla. Instintivamente quise correr, librarme de aquel cuadro de terror, de aquella prueba siniestra que algún Dios en su aburrimiento, impuso, pero mis brazos estaban atados a la cama, con lazos invisibles, esos que sólo el pánico puede generar. Estaba al borde del desmayo, sentía que las paredes se achicaban, amenazándome, amenazando al idiota que se atrevió a despertar, mi vejiga se vació, y el calor de la orina reconfortó por un segundo mis piernas.

En un momento las luces se encendieron acompañadas de un sonido fuerte y metálico, llenando toda la sala. Por un momento quedé ciego, indefenso, pero cuando los ojos se acostumbraron al nuevo escenario, pude tener una mejor idea de lo que me rodeaba. Las camillas efectivamente estaban ocupadas por cuerpos inertes, nunca supe si alguno seguía con vida, lo que sí sé, es que uno de esos cuerpos estaba completamente muerto.  

La boca abierta, la piel tan blanca como la nieve y las cuencas de sus ojos vacías, sin los globos oculares que antes solían vivir allí.
La sábana blanca no cubría el cuerpo completamente, la compañera inmaculada y sedosa, llegaba desde los pies hasta el estómago del hombre, su pecho estaba totalmente abierto, expuesto, dejando las costillas, pulmones y corazón a la vista de cualquier alma curiosa, cualquier persona con la suficiente hombría como para mirar  en lo más profundo de la vida humana. 

Mis ojos se llenaron de lágrimas, el olor a muerte no solo afectaba mi olfato, estaba ahí, alrededor mío, atacándome, atacando al vivo.
La camilla estaba a medio metro de la mía, nos separaba solo una pequeña bandeja metálica, que estaba incrustada en la camilla del desdichado, llena de elementos quirúrgicos, llena de herramientas de la muerte que solo los médicos conocen.

—Usted debería estar muerto…—, la voz llegó de repente, cansada, hastiada, seguramente terminando una jornada agotadora, haciendo cosas terribles, ni siquiera sentí los pasos de aquel hombre, que ahora se encontraba a mi lado, vestía un traje entero, rugoso y completamente anaranjado, con leves gotas de sangre seca en las mangas, sangre de alguien, que seguramente vivió tiempos mejores. Usaba una mascarilla blanca, sucia, solamente sus ojos estaban al descubierto, ojos verdes, ojos de muerte. 


—Por favor, ayúdeme…—, fue lo único que salió de mi boca, fue una súplica, instinto de supervivencia, algo innato, como un reflejo, de pronto me sentí estúpido, suplicando, pidiendo perdón al mismo verdugo que se acercaba sonriendo y con hacha en mano, sonriendo…disfrutando su trabajo. 

La sentencia que salió de sus labios, me dejó la sangre helada, —lo siento señor—, los ojos de la muerte brillaron, —ya pagaron por sus órganos…—.

El hombre muerte se acercó decidido a completar la tarea y yo, en un acto de reflejo, en un acto divino me estiré todo lo posible tratando de alcanzar la otra camilla, no pensaba en nada, sólo fue instinto, era un animal con la pata ensangrentada, tratando de escapar del cazador. 

Mis manos no alcanzaron la camilla, pero si la bandeja metálica, la cual cedió tras un sonido que más bien parecía un chillido, la gravedad luego hizo lo suyo, caí al suelo duro de aquella sala, con bandeja y utensilios del infierno, al suelo pegajoso y frío como el alma del diablo.

Mis manos encontraron algo que parecía un bisturí, al mismo tiempo que el hombre anaranjado apretaba mi cuello con sus grandes manos, tenía tanta fuerza la bestia, que logró levantarme sin problemas, sus ojos, verdes, brillaban bajo los rayos de luz artificial.


Sin dudarlo dos veces y  con los muertos de testigo, hundí el bisturí completamente en el cuello de aquel hombre, el cual fue como mantequilla para el cuchillo justiciero, los ojos se abrieron como ningún ojo humano puede abrirse, y note a través de la deformidad de la sucia mascarilla, que su boca también estaba abierta, tratando de tragar aire, el sonido era espantoso, el sonido de la muerte. 

Sus manos empezaron a temblar y yo, totalmente decidido, corte hacia la izquierda con toda la fuerza que quedaba en mi brazo.

La sangre roja y caliente salía disparada de la garganta abierta hacia mi rostro, bajaba cálida por mis mejillas y seguía hasta el cuello, el muerto me soltó por fin y caí por segunda vez, solo que en esta oportunidad, había un nuevo muerto en la sala.

Me puse de pie, victorioso, con el corazón latiéndome aún en la cabeza. Lo primero que pensé fue escapar, correr como nunca he corrido, miré alrededor, lo único que veía eran camillas, baldosas, implementos médicos, sangre, vísceras y muerte, el escenario no me era favorable, y el olor…jamás podré olvidar ese olor. 

Luego de una eternidad recobré la cordura, respiré hondo y la inteligencia del ser racional volvía lentamente, como agua tibia bañando mis ojos…no, no era agua.

Me acerqué lentamente, como un moribundo,  a la puerta de salvación, tenía una pequeña ventanilla, manchada y vieja, pero servía para el propósito. Miré afuera por unos segundos y solo vi un largo pasillo, con varias puertas a los lados, un hospital cualquiera... pero no era mi hospital…este lugar era completamente diferente.
Una idea terrorífica cruzó mi mente, sin duda aquel lugar no estaría solo, habrían más hombres anaranjados, hombres de muerte esperando afuera, agazapados en la oscuridad, verdaderos demonios esperando seres humanos para devorar,  esperando… solo un descuido. 

Volví luego hacia atrás, saldría de allí, eso era un hecho, pero no podía en estas condiciones. Me acerque al cadáver anaranjado, ahí estaba, tal cual como lo dejé, inmóvil, con los ojos fijos, en un punto que solamente él supo. La sangre ya no salía de su garganta, la sangre ya no estaba en él, estaba toda en el piso carmesí. 

Me puse las ropas de aquel hombre, afortunadamente tenía una estructura ósea parecida a la mía, de hecho el traje me quedaba perfecto, demasiado perfecto para mi conciencia.
Subí al hombre a la camilla donde yo me encontraba y ahora el colchón de sanguijuelas se alimentaría de él, reí en silencio, con mi dulce venganza. 

Salí de aquella sala, no sin antes guardar algunos bisturíes y todo elemento que parecía destinado para matar, en mis bolsillos, tenía que asegurarme, quizá necesitaría de ellos…deseaba con todo el corazón no tener que volver a matar, pero si me encontraba en otra ocasión parecida, mataría…claro que mataría hasta lo disfrutaría.

Cuando matas a una persona, pasas una línea prohibida, escalas un peldaño invisible que solo los asesinos han escalado, la sensación de superioridad, el instinto animal dormido, despierta en uno y lo hace ver de otra forma, una nueva perspectiva, roja y caliente…de pronto la vida ya no es tan sagrada, ni Dios tan real, ni la justicia tan justa ni la inteligencia tan racional, eres tú, contra el mundo, matas o mueres, gritas o te ahogas…claro que lo disfrutaría… esta vez…nada me daría más placer que asesinar, lentamente, a todos estos hijos de puta.

Salí, lentamente de aquella sala…acercándome cada vez más al final del pasillo, el cual se hacía eterno. Imágenes fugaces pasaban por mi mente, la muerte de mi hijo, el matrimonio fracasado, las pastillas, el alcohol. Era un muerto, deambulando por la ciudad de los vivos, una sombra sobre flores que solo quieren disfrutar del sol, ¿y si no merecía mis órganos?...la idea me aplastaba el cerebro un y otra vez, mientras me acercaba al final.
Los órganos son para los vivos…y yo estaba muerto desde hace tanto tiempo…desde la muerte de mi hijo…no, estaba agonizando antes, su muerte fue el disparo.

Sin darme cuenta llegué al final del pasillo, intenté abrir la puerta, pero estaba cerrada, la salida estaba bloqueada, en un acto reflejo, mire a la izquierda y luego a la derecha, para mi sorpresa había un ascensor, solitario y callado, como la costa para un hombre que se está ahogando, como el primer sorbo de vino luego de cruzar el desierto, ahí estaba el ascensor…mirándome fijamente e invitándome a subir.

Abrí la puerta lentamente, como si de un acto solemne se tratara, puse un pie dentro de él y empezó a tambalearse, era un ascensor antiguo sin duda. Cerré la puerta y en el panel había solo un botón, rojo, redondo y gastado. ¿Cuántos dedos asesinos lo habían pulsado?, ¿dónde conduciría?, tal vez al mismo infierno, tal vez al cielo, quizás, al purgatorio, ¿por qué no?...el vello de mi espalda se erizó, y gotas congeladas corrían por mis sienes, apreté el botón y el ascensor comenzó a bajar, acompañado de un chillido metálico e infernal.

Luego de eones, el ascensor llegó a destino, la puerta gastada y oxidada se abrió sin ninguna compasión. Un largo pasillo se extendía frente a mis ojos, alrededor de 15 personas se encontraban en el amplio sendero, sumidos en sus propios quehaceres, ignorando por completo mi presencia, algunos escribían en pequeñas libretas, otro trazaba una curva descendente en una pizarra blanca, otros conversaban entre si. Mi cuerpo estaba paralizado, mi cerebro estaba fundido, incapaz de procesar todo lo que había ocurrido hace treinta minutos, arriba, la muerte, el asesinato, la supervivencia, aquí, la civilización, la risa, la camaradería, eran simples personas, trabajando como cualquier ciudadano… sonríen.

Por un momento empecé a dudar de mi propia cordura, «¿me habré vuelto loco?, estoy en un hospital psiquiátrico, porque perdí la cordura, asesiné a un hombre, porque en mi mente insana creí ser víctima de algún crimen, algo espantoso como el tráfico de órganos». Sentí la necesidad hasta de pedir perdón, «perdón a todas estas personas, perdón por dudar de la loable labor que realizan, perd...». Los pensamientos se congelaron, allá a lo lejos, un hombre vestido de negro, con un fusil en sus manos se acercaba directamente a mi, el cazador, miraba a su presa, con paso lento pero seguro, un tiburón avanzando elegantemente entre el mar de gente, y yo, la presa ensangrentada, hasta sentía el olor a sangre. 

El miedo corría como electricidad desde mis talones hasta la nuca, el miedo era un tren eléctrico, y mis huesos sus rieles. El cazador llegó frente a mi, y sonrió, —Usted debe ser el nuevo, doctor...— miro la identificación que tenía mi traje, —Leyton, doctor Leyton... El comandante lo está esperando—, mi cuerpo tembló con un escalofrío de ultratumba, mi rostro debe haberse deformado, pero el cazador no era experto en lenguaje no verbal, me sonrió como un buen hombre, de esos que te encuentras en la iglesia, asintiendo a todo lo que dice el pastor, —No se preocupe doctor, yo lo guiaré al despacho, sígame—.

Lo seguí por el amplio pasillo, obediente como un niño, el guardia no hablaba y eso no molestaba, me daba tiempo para pensar… pensar. Varios a mi alrededor daban vuelta al pasar cerca, tenía un miedo terrible de que descubrieran la farsa, de que alguien conociera al doctor Leyton, el de los ojos muertos, que alguien desde la oscuridad señalara mi rostro con su dedo esquelético e inquisidor, «¡acá…, acá está, miren todos, el asesino anda suelto, reviéntenle los sesos, el asesino está aquí¡». Nadie descubrió, todos estaban ciegos, sumergidos en sus propios pensamientos, por lo menos hasta ese momento.

Llegamos frente a una puerta de metal, rojo sangre, parecía sacada de algún búnker de guerra, mi pulso estaba acelerado, las sienes me dolían terriblemente y las manos transpiraban como condenadas, el guardia tenía en sus manos una radio, —comandante, le habla el capitán, cambio.—, no había respuesta y en el fondo de mi corazón me alegraba que así fuese, el cazador me miraba y sonreía, —comandante, le habla el capitán, cambio—, el silencio era de muerte, el cazador se empezaba a impacientar y continuaba mirándome, me estaba examinando, analizando, ¿sabrá que el verdadero doctor Leyton está arriba, en las tinieblas, reposando sobre un piso húmedo y carmesí?, «lo sabe, le han avisado por algún medio que desconozco, es una trampa, tras la puerta no hay nadie, sólo rifles automáticos, apuntando, listos para disparar… sólo balas ansiosas por salir… ansiosas por hundirse en la blanda y cálida carne, estoy perdido…», —Habla el comandante, ¿qué necesita capitán?, cambio—, la voz me golpeó como el acero, era dura, —tengo conmigo al doctor Leyton, el nuevo, cambio—, silencio…, —hágalo pasar, cambio y fuera.—.

Sonó algún mecanismo de seguridad y la puerta se abrió, entres chillidos metálicos, —lo estaba esperando, vaya—, el guardia sonrió nuevamente y alcancé a ver sus dientes de tiburón, jamás una sonrisa me inspiró tanta desconfianza como aquella, luego, con la mente en blanco y el corazón en la garganta, entré, la puerta se cerró tras de mi, y el mecanismo de seguridad sonó nuevamente, estaba atrapado.


Me encontraba en una pequeña habitación, alfombrada y elegante, llena de diplomas e iluminada por una lampara colgante, sobria, el escritorio de caoba sobresalía en la escena, no había ventanas y en una de las paredes, a la derecha del escritorio, había una puerta de metal, era…un ascensor. 

—Acérquese Leyton, tome asiento—, la mano del comandante señalaba una silla frente a él, sin nada que perder me acerqué lentamente. —No he revisado sus datos, tenía el deseo de poder verlos con usted, aunque no tengo dudas, he recibido buenos comentarios sobre su incorporación en esta empresa—, mientras hablaba, el comandante buscaba algo en el cajón de su escritorio, quizás un arma, ¿por que no?, —Me han dicho que usted es un hombre muy discreto, y eso, amigo mío, es una cualidad que aprecio mucho—, sonreía mientras dejaba caer una carpeta en la mesa, —veo que es un hombre de pocas palabras… Vamos, sáquese esa mascarilla, ¿le ofrezco algo para beber?—.

El comandante se puso de pie y se acercó a un pequeño mini bar que tenía a su izquierda, me puse de piedra… «La mascarilla», había olvidado que la tenía puesta, no podía mover los brazos, el miedo me paralizó, recorría todo mi cuerpo, como una masa congelada, podrida y húmeda. —Qué está esperando Leyton…la máscara—, respiraba con dificultad, y mi frente estaba perlada de sudor, recobré a tiempo la movilidad de mis brazos y torpemente comencé a sacar la mascarilla, el comandante miraba, con ojos triunfales.


Se sirvió un martini y sacó un cigarrillo, —espero no le moleste, lo prendió lentamente, con una calma infinita, comenzó a hojear los documentos que tenía en el escritorio, mientras yo solamente, podía oír los latidos de mi corazón, eran condenadamente fuertes, parecía imposible que el comandante no los escuchara. —Viene de una prestigiosa universidad—, el comandante miraba mi rostro descubierto, escudriñaba con sus ojos de buitre, como si en mi rostro se encontrara la verdad universal, al no obtener ninguna respuesta, sonrió y continuó en su lectura. 

Daba vueltas y vueltas a las páginas, y a veces volvía a leer las anteriores, «un buitre meticuloso» pensé. Luego el comandante quedó en blanco, su rostro lleno de seguridad se transformó lentamente en angustia y consternación, el corazón me estallaba en los oídos, miré la hoja que había transformado la seguridad de un hombre, a la desesperanza de un condenado, y en ella se encontraba la fotografía de un hombre, el rostro en primer plano de un muerto, al pie de la foto se alcanzaba a leer: “Dr. Adrian J. Leyton”.

Los ojos de buitre, se alzaron con lentitud y se posaron en mis ojos, luego se desviaron al 
comunicador portátil que estaba al alcance de su mando derecha, y comprendí que era el momento de actuar, me levante rápido como una pantera y el comandante lanzó un grito desgarrador, no alcanzó hacer nada más, me encontraba atrás de él y con un bisturí apoyado en su garganta. —¿Quién es usteeed?—, al principio no reconocí esa voz, llena de terror tan distinta a la voz del comandante, —¡Cállate mierda!, ¿Dónde está la salida?—, la sangre del cuello empapaba mis dedos, afloje un poco la presión, mis nervios estaban al límite, —por favor... no me haga daño—, el comandante lloraba, como un niño. —¡La salida!— volví a gritar, el martini cayó al suelo y el vaso estalló silenciosamente, el comandante señalo el ascensor que estaba a nuestra izquierda.

El buitre tecleó el código de seguridad y la puerta metálica del ascensor se abrió, ingresamos rápidamente. El interior era totalmente diferente al otro en el que había estado, estaba forrado de terciopelo azul y con un tablero lleno de botones amarillos, con elegantes números.
—¡Llévame a la salida... No voy a dudar en degollarte mierda, si te equivocas de botón!—, hundí el bisturí en la carne, sólo para que supiera que hablaba en serio, con un grito de dolor el comandante pulsó un botón, la sangre cálida bañaba mi mano derecha y el ascensor comenzó subir.

—¿Qué es este lugar?—, me costaba mucho respirar, el corazón ya no estaba en el pecho, sino en la garganta, —No puedo hablar... Por favor, cálmese—, «calma... ¿Como la calma cuando se lee un libro bajo un árbol?... ¿Como la calma de los muertos en la morgue?... No sé a que calma se refería aquel hombre, sólo sé que sus palabras tenían el sabor de las cenizas, el sabor de la podredumbre, la mentira y la calamidad... Todos los males del mundo salían en aquella frase... Calma...», —¿No se da cuenta?, ¡jamás podrá salir de este lugar!—.

El ascensor se detuvo y las puertas se abrieron, las palabras del comandante perdían fuerzas, no las escuchaba con claridad, se desvanecían, pero la esperanza estaba allí. A veinte metros había una puerta de vidrio, y afuera, la luz del Sol, árboles, la salida.

Salimos del ascensor y escuché el grito de una mujer, llevaba una bandeja de metal que se estrelló en el suelo, —!Alto ahí¡—, la voz de un guardia me sorprendió, no lo había visto y ahora apuntaba con su fusil, —tranquilos...— decía el buitre, —no pasa nada, no se preocupen... Tranquilos—, seguimos avanzando con las miradas a nuestras espaldas, llegamos a la puerta principal y se abrió, el aire primaveral me golpeó suavemente en la cara y me sentí libre, avanzaba sin apuro, dudando en todo momento. La esperanza comenzó a desvanecerse, como los sueños cuando te despiertas lentamente.


Habían árboles, un cielo hermoso y pájaros pintados en él, pero había una enorme reja de seguridad que se erguía frente a mi, y mas allá, el mar... azul, y el mar lo llenaba todo, donde mirara, allí estaba, condenándome, —estamos en una isla— balbuceó el comandante, lo solté y se alejó corriendo, mientras yo avanzaba sin esperanzas hacia la reja, —¡Disparen!— se escuchó a lo lejos, y dispararon, tres veces, pero no sentí ningún impacto. Seguí avanzando, «mi pecho esta húmedo», lo toqué, miré mi mano y estaba empapada en sangre, pero seguía, mientras el sueño de empezar de nuevo, de hacer las cosas correctamente esta vez, se desvanecía. «Mi oreja está caliente», la toqué y me di cuenta que ya no estaba, solo una masa pegajosa y sangrienta, me sentía tan débil, caí de rodillas con una mano en la reja y la otra en el suelo, se sentía bien, la textura de la tierra, podía olerla... Luego la oscuridad me invadió. 

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