martes, 8 de julio de 2014

Fobos





Fobos, era en la mitología griega el hijo de Ares, Dios de la guerra, y Afrodita, Diosa del amor, era a su vez, la personificación del miedo y el terror.

Tomás era un chico normal, a sus diez años le gustaba jugar fútbol, odiaba las matemáticas y ya empezaba a tener sus primeros deseos sexuales, sobre todo en las noches, cuando pensaba en la guapa profesora de Inglés, de cabello color fuego y piernas de porcelana. 

Tomás era un chico normal, pero escondía un secreto, en lo más profundo de su mente, resguardado con las sucias y frías cadenas de la vergüenza, el pequeño sentía un miedo descontrolado hacia las ratas.

Cuando su padre dio la noticia del cadáver encontrado en la cocina, ese pequeño y sucio cadáver de roedor, Tomás inmediatamente propuso la idea de tener un gato, nobles criaturas justicieras, depredadores por naturaleza de esas viles criaturas. 

Al principio la familia se resistió a la idea, pero con el correr de los días, aceptaron las sugerencias de Tomás, ya que las trampas devolvían una y otra ves, pequeña ratas, muertas, frías y rígidas, con ojos en blanco, trituradas las mandíbulas o cabezas, bajo esos fríos y afilados dientes de metal.

El único consuelo de Tomás, era el pequeño tamaño de esas bestias, su padre lograba siempre tranquilizarlo con aquel discurso. —¡mira Tomás, ven a ver! ...son tan pequeños, tan indefensos, estas trampas son de lo mejor, ¡ven!, acércate...ya es hora que crezcas hijo...—, pero la única vez que logró acercarse, sólo vio una cola, larga y sucia que salía desde la trampa, no lo pudo evitar, vómito todo el almuerzo, con lágrimas en sus ojos. 

La jornada en el colegio empezó con el pie derecho, la primera clase la dio el profesor Ramírez, el pingüino como le decían a sus espaldas, por su peculiar forma de caminar. Ramírez como siempre, se desvió desde la historia de los primeros colonizadores, a un mito popular en la ciudad, sobre un puente que aterrorizó a los primeros habitantes de la zona. 

Las clases terminaron antes de lo previsto, la maestra de matemáticas no asistió aquel día alegando un resfriado mal cuidado, por supuesto era mentira, pero Tomás nunca volvió a verla. 

Al llegar a su hogar, el silencio se apoderó del espacio, las luces estaban apagadas y solamente se escuchaba el ladrido de los perros, afortunados perros, alegres, corriendo afuera, en las calles llenas de vida, a salvo de la soledad y el silencio de cementerio en el que se encontraba el muchacho. 

Entró a la cocina a beber un poco de jugo, odiaba el agua tanto como a las ratas, el líquido bajó por su garganta y se depositó en su estómago vacío. Sobre la mesa, había una nota, escrita con delicada caligrafía de mujer, decía lo siguiente: "corazón, fuimos con tu papá a comer y luego me llevará a bailar, diez años de matrimonio no se cumplen todos los días, llegaremos tarde, la cena está en el refrigerador, no dejes nada y acuéstate temprano, te amo."

La nota estaba firmada por la palabra más sagrada para un niño, "Mamá", Tomás se alegró por sus padres, eran los mejores, pero algo no andaba bien, se sentía vigilado, como si él fuera una presa y algún cazador, sigiloso, estuviese agazapado en las sombras. 

Tomó un poco más de jugo, sólo un poco más y saldría de allí, la cocina no era un buen lugar para estar en ese momento, sentía miedo, miedo por algo que había olvidado y debía recordar, no estaba bien, pero parte de él quería seguir en la ignorancia, «un poco más de jugo, sólo un poco», luego lo vio y se paralizó, el líquido amarillo corría por la comisura de su boca, sentía la espalda mojada, en la frente se asomaban pequeñas gotas de sudor frío. 

Abajo en un rincón, a medio metro de aquel muchacho, estaba la trampa metálica, la trampa mortal, brillante y asesina, Tomás no podía sacarle los ojos de encima y la trampa a su vez le devolvía la mirada, una mirada sucia.

Se despertó alrededor de las tres de la mañana, bajo una densa oscuridad. La única luz provenía de una pequeña lámpara apostada en su velador, lanzando familiares destellos rojizos. Necesitaba vaciar su vejiga, «un poco más de jugo, sólo un poco», pero la verdad era que no quería bajar de la cama, la sensación de estar siendo vigilado aún persistía, el olor a peligro se percibía en el aire, —cobarde de mierda— murmuró, se sentía tan indefenso contra ese sentimiento, tan desvalido, como mosca atrapada en la telaraña que tejía el miedo, con suaves sedas de locura. 

La vejiga comenzó a torturarlo, pequeñas gotas de orina alcanzaban su pijama, el dolor, como un puño de acero en su vientre, empezaba a aplastarlo, —no pasa nada...no pasa nada—, se deslizó por la cama lentamente hasta apoyar los pies descalzos en el suelo, con las piernas acalambradas, avanzó en dirección al baño, cuidando cada paso. —no pasa nada...no pasa nada...—, lo repetía, como un mantra sagrado, una y otra vez.

Avanzaba lentamente por el pasillo, con su palma derecha rozando la pared, como para mantener el equilibrio, el suelo helado se pegaba a la planta de sus pies, sentía frío, tenía la piel de gallina...gallina asustada. Sus pasos se detuvieron en seco, un cortocircuito se produjo en su cerebro, un alto al desfile, un cese al fuego. Había llegado a la cocina, la puerta estaba entreabierta y sus ojos cobraron vida propia, no quería, Dios sabe que no quería, pero miró, claro que si, y ahí estaba, iluminada por un suave y sensual destello lunar, la trampa de metal sonriéndole nuevamente, maliciosa.

Luego de dar los seis pasos más rápidos de su vida, llegó al baño, el espejo reflejaba un Tomás completamente diferente, ojeroso, maltratado. Luego de vaciar su vejiga, el alivio recorrió cada centímetro de su cuerpo, alivio cálido, lo saboreó. Lo esperaba la seguridad de su cama, pronto caería en los brazos del sueño, entraría en el mundo onírico y al despertar, estarían sus padres, todo volvería a la normalidad, y jamás recordaría esta noche. Pero no fue así, claro que la recordaría, esta noche se grabaría en el fondo de las raíces de su memoria, Tomás aún no conocía el verdadero terror... terror que le aguardaba cinco pasos más allá.

Al quinto paso escuchó el sonido, penetró en el aire como un disparo, una ráfaga, un martillazo en el alma del muchacho, que temblaba de pies a cabeza, con lágrimas en los ojos. Las paredes se empezaron a encoger y Tomás perdía lentamente la visión, el grito desesperado no salía de su garganta porque era demasiado, ninguna cuerda vocal estaba preparada para reproducir aquel sonido, su cuerpo no pudo soportar tanto terror, luego de haber escuchado como la trampa se  accionaba, Tomás perdió el conocimiento y cayó a cinco metros, de la rata más grande que vería en su vida.

La rata se debatía entre la vida y la muerte, los dientes de metal le destrozaron la parte izquierda del hocico y la mejilla, y quedó ciega de un ojo que lloraba sangre y pus, pero el animal era fuerte, y sobre todo, grande. Con gran esfuerzo se arrastraba hacia el niño que parecía muerto, sabía diferenciar el miedo en las otras criaturas, pero nunca había percibido el miedo en el ser humano, bueno... este ser humano era bastante pequeño, y no tenía ninguna de las armas que acostumbraban a emplear, pero estaba en el suelo, inmóvil, tan indefenso como la rata... pero la rata estaba viva, y quería venganza, claro que si.

Se acercó arrastrando la trampa con ella, oliendo su propia sangre que quedaba en el piso, como una huella carmesí, Cada paso le destrozaba aún más parte del hocico, pero eso no le frenaba su sed de venganza, se acercaba lentamente pero segura, con el único ojo que lograba ver, arrastrando su propia cruz de metal, avanzaba directamente a la mejilla del niño, que bien se sentiría, si sus garras se enterrasen en la blanda y rosada carne de aquel humano.

No fue la carne desgarrada de su rostro lo que despertó sus sentidos, sino su propia sangre que corría por sus labios. Tomás abrió los ojos y se encontró cara a cara, literalmente, con la rata, de un solo ojo, rojo como el fuego. Ahora si pudo gritar, fuerte..., desde el fondo de su estómago, tan fuerte que el grito desgarró su garganta, y obligó a la rata a desprender las garras de su mejilla, se incorporó tan rápido como pudo y corrió hacia su habitación como si la muerte lo persiguiera.

El grito fue ensordecedor y la pillo desprevenida, aún retumbaba en su pequeña cabeza el espantoso sonido del muchacho, estuvo a punto de perder el conocimiento, pero eso no sucedió, la trampa no pudo con ella, menos lo haría el grito de una criatura tan asustada como esa. Jamás había visto tanto miedo en los ojos de un animal, aquello le daba fuerzas, la alimentaba, podía contra él, estaba tan débil, pero podía vencerlo. Tomó una larga bocanada de aire, y arrastró nuevamente su cruz en dirección al aterrado pequeño.

La habitación se encogía lentamente desfigurando la realidad, mordía inconscientemente sus delgados y suaves dedos, no podía pensar en otra cosa que el miedo, se le aferraba a sus huesos, con garras de acero, el miedo era un pozo profundo y helado, con aguas estancadas, mal oliente. El terror líquido, corría por sus piernas, «un poco más de jugo, sólo un poco», se sentía mareado, no podía respirar con facilidad, su traquea estaba bloqueada, sus dedos ya estaban sangrando y el zumbido en sus oídos era de pesadilla. 

Necesitaba escapar, la habitación lo mataría si no escapaba, llegaría el momento en que las paredes se encogerían tanto que triturarían sus huesos, preso de la distorsión, que sólo puede provocar el terror, se acercó a la ventana, la única salida, trepó con dificultad y la abrió, el aire de la noche le golpeo en la cara y el hielo le desgarraba los pulmones, «¡mira Tomás, ven a ver! ...son tan pequeños, tan indefensos», intentó pedir ayuda pero no podía emitir ningún sonido, el miedo no se lo permitía, lloró desconsoladamente,
«estas trampas son de lo mejor, ¡ven!, acércate...ya es hora que crezcas hijo», las garras de la rata empezaron a arañar la puerta de Tomás, «llegaremos tarde, la cena está en el refrigerador». La cola húmeda y lasciva de la rata se asomó debajo de la puerta y el temple del muchacho se quebró como el cristal, perdió el conocimiento por segunda vez, y cayó, a la negrura de la noche.

La rata se estaba ahogando con su propia sangre, no tenía fuerzas para seguir arañando la puerta, su cuerpo entero estaba convulsionando violentamente, le faltaba oxígeno, se esforzó en respirar por última vez, sólo era instinto, escuchó como se quebraba el cuello del muchacho en el pavimento, pero nunca supo a que correspondía ese ruido y murió, olvidada, como todas las ratas.

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